La cosa
empieza cuanto subimos al auto. Ya pasó la parte molesta de armar todo, de
acomodar los bártulos en el baúl, de calentar el agua para los mates, de poner
los potus en la bañadera con agua para que no se sequen, de cerrar la casa, de
todos esos preparativos que llenaban una lista interminable de cosas por hacer
y, de repente, están hechas (aún si eso significó que nos quedemos hasta las
dos de la mañana cerrando bolsos y apilando equipaje). No importa que sean las cinco
y treinta de una mañana de sábado de enero. Quizás esa es una de las pocas
mañanas del año en las que vale la pena saltar de la cama ni bien el
despertador canta porque estás a punto de subirte al auto y ahí es donde
empieza lo bueno.
Emprender el camino, poner música, empezar los mates, abrir la bolsa con facturas calentitas. Unos minutos más, todos los preparativos finales para salir a la ruta y saber, a ciencia cierta, que estamos de vacaciones. Y después vamos a viajar durante horas haciendo comentarios graciosos, despotricando contra el mundo, montando escenas diminutas de stand up para terminar de exorcizar los vestigios de mufas del trabajo y los despioles que, por unos días, dejamos definitivamente atrás.
Y ni siquiera importa si llegamos para tener que acomodar un insoportable desmadre ajeno porque eso ya es parte del viaje, de los días de descanso, de los ratos de pura felicidad, de las tardes de río y lagos y juegos y risas y chistecitos internos y códigos compartidos y noches de pelis viejas y de contar estrellas y de juntar moras al costado del camino para hacer mermeladas que nunca se concretan y de preparar comidas ricas y de pasear buscando recovecos nuevos y de tomar cervezas en un bar antes visto.
Lo sabemos desde el momento en que nos subimos al auto. La única excusa válida para volver de las vacaciones, reanudar la rutina diaria, volver al mundo cotidiano de la realidad es saber, en todo el cuerpo, que en cualquier momento emprenderemos la ruta otra vez y la vida vuelve a ser un recreo maravilloso.
Emprender el camino, poner música, empezar los mates, abrir la bolsa con facturas calentitas. Unos minutos más, todos los preparativos finales para salir a la ruta y saber, a ciencia cierta, que estamos de vacaciones. Y después vamos a viajar durante horas haciendo comentarios graciosos, despotricando contra el mundo, montando escenas diminutas de stand up para terminar de exorcizar los vestigios de mufas del trabajo y los despioles que, por unos días, dejamos definitivamente atrás.
Y ni siquiera importa si llegamos para tener que acomodar un insoportable desmadre ajeno porque eso ya es parte del viaje, de los días de descanso, de los ratos de pura felicidad, de las tardes de río y lagos y juegos y risas y chistecitos internos y códigos compartidos y noches de pelis viejas y de contar estrellas y de juntar moras al costado del camino para hacer mermeladas que nunca se concretan y de preparar comidas ricas y de pasear buscando recovecos nuevos y de tomar cervezas en un bar antes visto.
Lo sabemos desde el momento en que nos subimos al auto. La única excusa válida para volver de las vacaciones, reanudar la rutina diaria, volver al mundo cotidiano de la realidad es saber, en todo el cuerpo, que en cualquier momento emprenderemos la ruta otra vez y la vida vuelve a ser un recreo maravilloso.
La mejor razón para volver es, justamente, la promesa de volver.
4 comentarios:
Qué intensa eres en todo lo que escribes, Sandra. Me encanta.
Como siempre,me encanta tu forma ,tu manera de relatar,es como vivirlo ¡¡¡¡¡
es hermoso sandra cierros los ojos y me imagino esas vacaciones paso a paso
Sos linda!!!!!!!!
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