En mi cabeza se aglutinan miles de palabras. Se juntan, se
conocen, se saludan, se invitan, se acompañan, se pelean, se distancian, se
reordenan. Frases completas que surgen, que crecen, que viven entre mis ideas,
que se acurrucan en mis neuronas, que se quedan ahí, listas, predispuestas a
ser dichas o archivadas o modificadas o agrupadas.
Cocino y se me llena el cuerpo de memorias que hacen que sea optimista sólo porque alguna vez existieron y las letras me desbordan. Con cada tomate que corto, con cada ñoqui que paso por el tenedor, en cada uno de esos gestos simples, diminutos y cotidianos reaparece esa persona, esa historia, ese recuerdo y toma forma de palabras y se relata completo adentro mío mientras mis manos están ocupadas haciendo otras cosas, cocinando, viviendo.
Me miro desde afuera de mi misma, me veo similar a la niña que era, torpe y con una cuota no menor de temor adentro del cuerpo pero, aún así, trepada a un tapial o acomodando cosas en el patio y hasta me parece que entiendo toda una parte de esta mujer que soy. Mientras estoy de cara al cielo, colgando entre el asador y el gallinero, arriesgando las uñas con cada alambre que retuerzo, en silencio, en calma, concentradísima en cada movimiento que hago para que mis problemas motrices no me traigan consecuencias graves, las oraciones aparecen espontáneamente, como si no tuviese que pensarlas. Y se quedan ahí, tranquilas, sin siquiera demandar que las exteriorice. Casi de la nada, consigo equilibrar anécdotas mientras mis dedos están entretenidos haciendo otras cosas, entoldando vientos, viviendo.
Cocino y se me llena el cuerpo de memorias que hacen que sea optimista sólo porque alguna vez existieron y las letras me desbordan. Con cada tomate que corto, con cada ñoqui que paso por el tenedor, en cada uno de esos gestos simples, diminutos y cotidianos reaparece esa persona, esa historia, ese recuerdo y toma forma de palabras y se relata completo adentro mío mientras mis manos están ocupadas haciendo otras cosas, cocinando, viviendo.
Me miro desde afuera de mi misma, me veo similar a la niña que era, torpe y con una cuota no menor de temor adentro del cuerpo pero, aún así, trepada a un tapial o acomodando cosas en el patio y hasta me parece que entiendo toda una parte de esta mujer que soy. Mientras estoy de cara al cielo, colgando entre el asador y el gallinero, arriesgando las uñas con cada alambre que retuerzo, en silencio, en calma, concentradísima en cada movimiento que hago para que mis problemas motrices no me traigan consecuencias graves, las oraciones aparecen espontáneamente, como si no tuviese que pensarlas. Y se quedan ahí, tranquilas, sin siquiera demandar que las exteriorice. Casi de la nada, consigo equilibrar anécdotas mientras mis dedos están entretenidos haciendo otras cosas, entoldando vientos, viviendo.
Decenas de nociones cotidianas se enuncian a sí mismas adentro mío cada día.
Están ahí, acá, se van haciendo lugar las unas a las otras, se van
distribuyendo en conjuntos caprichosamente armados, se van etiquetando entre
ellas. Conversan, se burlan, se ríen hasta la afonía, gritan, se conocen, se
olfatean, se quieren y se repelen, se acarician, lloran, se lastiman, se
escuchan, se ignoran, brindan, duermen, existen, SON, mientras yo estoy
distraída cocinando, caminando, conversando, entoldando, viviendo…
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