Con la pala al hombro, el sepulturero, silbando bajito, se perdió en las sombras.
Tras de sí quedaba tierra amontonada, y debajo de ella quien yo más amaba.
Tendida en el fondo del negro ataúd reposa su cuerpo…
Ese que fue nido, fue cuna y abrazo.
Ese que los años menguaron un poco, pero no lograron opacar su luz.
El sol ya se oculta.
El silencio aturde.
El frío de mayo penetra en los huesos.
Y en la soledad de aquel cementerio
la lluvia comienza a caer del cielo.
No puedo evitarlo por más que lo intento.
La horrible certeza se me clava dentro,
y es la de saber ¡qué solos se quedas los muertos…!
Mis manos ateridas se hunden en el barro.
La lluvia se lleva mis lágrimas y me ahoga el llanto.
Mas la vil pregunta que intento no hacerme
sube hasta mis labios y sale de mí en ronco gemido
que dice si es cierto, que tal vez
de frío se hielen sus huesos…
Mis manos se entierran en el negro barro,
Se clavan mis uñas hasta hacerse astillas contra la madera
de la horrible caja que encierra el cadáver de quien más amaba.
Con gusto mi vida quisiera entregar
a cambio de verla reír una vez más,
de cumplir su sueño,
de oírla cantar,
y de saber que nunca tan sola y tan fría
se quedará…
2010 copyright © derechos Reservados
2 comentarios:
Fuerte...
Sólo la persona que vivió esa dura experiencia puede sentir en carne propia tus palabras.
Valeria.
Aveces el crudo invierno visita estos días, donde el dolor es solo un verbo y la resignación un gran imposible. Rica prosa que nos inserta rapidamente en este ambiente que no podemos esquivar.
Felicitaciones Sandra.
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