Los grises oscurecidos de mis palabras brutales semejan cuervos picudos huérfanos de alas.
Intentos cautivos de deseos perversos profanan la santidad de la mente estrecha, cuya mayor procacidad ha sido vislumbrar siluetas entrelazadas en frenético vaivén al amparo de una hoguera en la helada noche del adviento.
Afuera la lluvia; adentro el frío en los huesos…
El sol que se oculta detrás de los árboles añosos del camposanto, y el dolor que navega en las venas recorriéndome entera.
Caminar mi soledad me hunde en tristezas nuevas que desgarran una a una las ajadas capas de piel conque intento cubrir la angustia de no ser…
Campanas que llaman a muertos, cálices rotos derramando el vino sagrado de los tiempos, y este sordo retumbar de ansias amortajadas de silencio…
En murmullos de oraciones y letanías abrigo el cuerpo que arrastro tras de mi sombra siempre esquiva.
Los vientos huracanados de mis tempestades me despojan de mi inacabada humanidad dejando al descubierto el hedor de la carne sostenida por nervios y tendones azulados de miedo…
La sagrada benevolencia de la noche oscura me libera de la inopia de ánimas en la que habito.
Y así, devastada mi huella, desolado mi cuerpo y acallado mi grito por la voz hierática del Dios de la Acusación, desciendo a mi propio averno a envenenar mi alma con el vino agrio del remordimiento…
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