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Editorial Dunken - Librería on line

jueves, 13 de marzo de 2014

La vidá nos separó


La vida nos separó, pero en ese momento éramos novios. Teníamos cuatro años, teníamos guardapolvo a cuadrillé y bolsita con cordón y vasito plegable, comíamos merengadas y dentífrico odolito y aspirinetas y éramos novios.

Porque jugábamos juntos, porque nos compartíamos los crayones y nos convidábamos los anillitos con azúcar que vendían en el almacén de la esquina fraccionándolos desde una enorme lata con ventana redonda, porque él me había dejado el lugar de la punta de la mesa y yo le enseñaba el juego de entrelazar los dedos cruzando las manos y lo difícil que era, entonces, responder a la orden de mover el anular derecho.

El que llegaba primero esperaba en el patio a que apareciera el otro, conversábamos de juguetes y golosinas, nos ayudábamos en la difícil labor de atarse los cordones, nos cuidábamos el lugar en la fila para cepillarse los dientes y quedábamos codo contra codo para la siestita en el aula. Él era el primero en llegar cuando me raspaba las rodillas y yo lo protegía a puño cerrado de los peligros del universo y los dos preferíamos el tobogán al subibaja pero nos quedábamos con las hamacas por sobre todas las cosas.

Un día, se armó el desparramo en el salón y la señorita mudó a algunos revoltosos de lugar y a mi izquierda, justo frente a él, quedó sentado uno de los peligros del universo. El maravilloso mundo de fantasía que era nuestra mesita petisa de seis tenía, de repente, un amigo menos y algunos mechoneos y pellizcones de más.

Un par de mañanas después el equilibrio terminó de romperse. Ninguno supo nunca por qué pero en ese momento, por alguna extraña razón, decidió jugarme al ganchito. Sentados uno a mi izquierda y el otro a mi derecha se batieron a duelo, enlazaron sus índices derechos, tiraron con todas sus fuerzas y él perdió. Yo era espectadora y árbitro en un juego que conocía y suponía inocuo hasta que él me miró lleno de congoja y sentenció, ahora sos novia de él.

El otro infló el pecho, me relojeó poniendo gesto de nene grande, se paró a mi lado y me tendió la mano. Lo miré, observé su mano, lo volví a mirar y, mientras giraba hacia el otro lado, le dije que no, que no era su novia. Pero sí sos, te gané al ganchito, replicó. Refunfuñé, le aclaré que no funcionaba así la cosa, que una novia no se apostaba, que él no sabía nada de la canción que me calmaba los raspones de rodillas y que estaba ofendida, que a una nena se le preguntaba si quería ser la novia de uno y que yo, ahora, no quería.

Él, que contemplaba la escena desde platea preferencial, me llamó tironeando apenas de la manga de mi guardapolvo, me miró todo colorado y me preguntó si, entonces, quería volver a ser novia suya. Descubrí, en ese momento, que eso de los noviazgos era todo muy complicado y respondí que no, pero que sí quería ser su amiga. Le ofrecí un caramelo masticable pegoteado que tenía en el fondo del bolsillo. Le sacó la mayor cantidad de papel que pudo, mordió una mitad, me ofreció la otra y, sin decirnos nada, largamos una carrerita hasta las hamacas…

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